Prodigando sonrisas
que aplausos demandaban,
apareció en la escena, alta la frente,
soberbia la mirada,
y sin ver ni pensar más que en sí misma,
entre la turba aduladora y mansa
que la aclamaba sol del universo,
como noche de horror pudo aclamarla,
pasó a mi lado y arrollarme quiso
con su triunfal carroza de oro y nácar.
Yo me aparté, y fijando mis pupilas
en las suyas airadas:
-¡Es la inmodestia!- al conocerla dije,
y sin enojo la volví la espalda.
Mas tú cree y espera, ¡alma dichosa!,
que al cabo ése es el sino
feliz de los que elige el desengaño
para llevar la palma del martirio.
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