06/08/10

Arrodillada ante la tosca imagen

   Arrodillada ante la tosca imagen,
mi espíritu, abismado en lo infinito,
impía acaso, interrogando al cielo
y al infierno a la vez, tiemblo y vacilo.
¿Qué somos? ¿Qué es la muerte? La campana
con sus ecos responde a mis gemidos
desde la altura, y sin esfuerzo el llanto
baña ardiente mi rostro enflaquecido.
¡Qué horrible sufrimiento! ¡Tú tan sólo
lo puedes ver y comprender, Dios mío!

   ¿Es verdad que lo ves? Señor, entonces,
piadoso y compasivo
vuelve a mis ojos la celeste venda
de la fe bienhechora que he perdido,
y no consientas, no, que cruce errante,
huérfano y sin arrimo,
acá abajo los yermos de la vida,
más allá las llamadas del vacío.

   Sigue tocando a muerto, y siempre mudo
e impasible el divino
rostro del Redentor, deja que envuelto
en sombras quede el humillado espíritu.
Silencio siempre; únicamente el órgano
con sus acentos místicos
resuena allá de la desierta nave
bajo el arco sombrío.

   Todo acabó quizás, menos mi pena,
puñal de doble filo;
todo, menos la duda que nos lanza
de un abismo de horror en otro abismo.

   Desierto el mundo, despoblado el cielo,
enferma el alma y en el polvo hundido
el sacro altar en donde
se exhalaron fervientes mis suspiros,
en mil pedazos roto
mi Dios, cayó al abismo,
y al buscarle anhelante, sólo encuentro
la soledad inmensa del vacío.

   De improviso los ángeles
desde sus altos nichos
de mármol, me miraron tristemente
y una voz dulce resonó en mi oído:
"Pobre alma, espera y llora
a los pies del Altísimo;
mas no olvides que al cielo
nunca ha llegado el insolente grito
de un corazón que de la vil materia
y del barro de Adán formó sus ídolos."

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