Con ese orgullo de la honrada y triste
miseria resignada a sus tormentos,
la virgen pobre su canción entona
en el mísero y lóbrego aposento,
y allí otra voz murmura al mismo tiempo:
"Entre plumas y rosas descansemos,
que hallo mejor anticipar los goces
de la gloria en la tierra, y que impaciente
por mí aguarde el infierno;
el infierno a quien vence el que ha pecado
con su arrepentimiento.
¡Bien hayas tú, la que el placer apuras;
y tú, pobre ascética, mal hayas!
La vida es breve, el porvernir oscuro,
cierta la muerte, y venturosa aquella
que, en vez de sueños, realidades ama."
Ella, triste, de súbito suspira
interrumpiendo su cantar, y bañan,
frías y silenciosas,
sus semblante las lágrimas.
¿Quién levantó tal tempestad de llanto
en aquella alma blanca y sin reconres
que aceptaba serena su desdichada,
con fe esperando en los celestes dones?
¡Quién! El perenne instigador oculto
de la insidiosa duda; el monstruo informe
que ya es la fiebre del carnal deseo,
ya el montón de oro que al brillar corrompe,
ya de amor puro la fingida imagen:
otra vez el de siempre..., ¡Mefistófeles!
Que aunque hoy así no se le llame, acaso
proseguirá sin nombre la batalla,
porque mudan los nombres, mas las cosas
eternas, ni se mudan ni se cambian.
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